sábado, 28 de abril de 2007

Oh my God



Nunca tenemos que llorar por amor, debemos hacerlo por no saber donde esta esa ciudad llena de conejitas...

This is my song!

viernes, 27 de abril de 2007

Another Hero Lost



Mi pequeño tributo a un gran heroe de todos los tiempos...por cierto, la canción es una de mis favoritas...

El engaño del globo

¡Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk! ¡Travesía del Atlántico en tres días! ¡Extraordinario triunfo de la máquina volante del señor Monck Mason! ¡Llegada a la isla Sullivan, cerca de Charleston, Carolina del Sur, del señor Mason, el señor Robert Holland, el señor Henson, el señor Harrison Ainsworth y otros cuatro pasajeros, a bordo del globo dirigible Victoria, luego de 75 horas de viaje de costa a costa! ¡Todos los detalles del vuelo!

El siguiente jeux d'esprit, con los titulares que preceden en enormes caracteres, abundantemente separados por signos de admiración, fue publicado por primera vez en el New York Sun, con intención de proporcionar alimento indigesto a los quidnuncs durante las pocas horas entre los dos correos de Charleston. La conmoción producida y el arrebato del "único diario que traía las noticias" fue más allá de lo prodigioso; y, para decir la verdad, si el Victoria "no" efectuó el viaje reseñado (como aseguran algunos), difícil sería encontrar razones que le hubiesen impedido llevarlo a cabo.

E.A.P.

¡El gran problema ha sido, por fin, resuelto! ¡Al igual que la tierra y el océano, el aire ha sido sometido por la ciencia y habrá de convertirse en un camino tan cómodo como transitado para la humanidad! ¡El Atlántico ha sido cruzado en globo! ¡Sin dificultad, sin peligro aparente, con un perfecto dominio de la máquina, y en el periodo inconcebiblemente breve de 75 horas de costa a costa! Gracias a la decisión de uno de nuestros representantes en Charleston, Carolina del Sur, somos los primeros en proporcionar al público una crónica detallada de este viaje extraordinario, efectuado entre el sábado 6 del corriente, a las once a.m., y el jueves 9, a las dos p.m., por el señor Everard Bringhurst, el señor Osborne, sobrino de lord Bentinck; el señor Monck Mason y el señor Robert Holland, los afamados aeronautas; el señor Harrison Ainsworth, autor de Jack Sheppard y otras obras; el señor Henson, diseñador de la reciente y fracasada máquina voladora, y dos marinos de Woolwich; ocho personas en total. Los detalles que siguen pueden considerarse auténticos y exactos en todo sentido, pues, con una sola excepción, fueron copiados verbatim de los diarios de navegación de los señores Monck Mason y Harrison Ainsworth, a cuya gentileza debe nuestro corresponsal muchas informaciones verbales sobre el globo, su construcción y otras cuestiones no menos interesantes. La única alteración del manuscrito recibido se debe a la necesidad de dar forma coherente e inteligible a la apresurada reseña de nuestro representante, el señor Forsyth.

El globo

"Dos notorios fracasos recientes -los del señor Henson y el señor George Cayley- habían debilitado mucho el interés público por la navegación aérea. El proyecto del señor Henson (que aun los hombres de ciencia consideraron al comienzo como factible) se fundaba en el principio de un plano inclinado, lanzado desde una eminencia por una fuerza extrínseca que se continuaba luego por la revolución de unas paletas que en forma y número semejaban las de un molino de viento. Empero, las experiencias practicadas con modelos en la Adelaide Gallery mostraron que la revolución de aquellas paletas no sólo no impulsaba la máquina, sino que impedía su vuelo. La única fuerza de propulsión evidente era el ímpetu adquirido durante el descenso por el plano inclinado, y este ímpetu llevaba más lejos a la máquina cuando las paletas estaban inmóviles que cuando funcionaban, hecho suficientemente demostrativo de la inutilidad de estas últimas. Como es natural, en ausencia de la fuerza propulsora, que era al mismo tiempo sustentadora, la máquina se veía obligada a descender.

"Esta última consideración movió al señor George Cayley a adaptar una hélice a alguna máquina que tuviera una fuerza sustentadora independiente: en una palabra, a un globo. Aquella idea no sólo tenía la novedad de su especial aplicación práctica. El señor George exhibió un modelo en el Instituto Politécnico. El principio propulsor se aplicaba aquí a superficies discontinuas o paletas giratorias. El aparato tenía cuatro paletas, que en la práctica resultaron completamente ineficaces para mover el globo o ayudarlo en su ascensión. El proyecto resultó, pues, un fracaso completo.

"En esta coyuntura, el señor Monck Mason (cuyo viaje de Dover a Weilburg a bordo del globo Nassau provocara tanto entusiasmo en 1837), concibió la idea de aplicar el principio de la rosca o hélice de Arquímedes a los efectos de la propulsión en el aire, atribuyendo correctamente el fracaso de los modelos del señor Henson y de el señor George Cayley a la interrupción de la superficie en las paletas independientes. Llevó a cabo la primera experiencia pública en los salones de Willis, pero más tarde trasladó su modelo a la Adelaide Gallery.

"A semejanza del globo del señor George, su globo era elipsoidal. Tenía trece pies y seis pulgadas de largo por seis pies y ocho pulgadas de alto. Contenía unos 320 pies cúbicos de gas; si se introducía hidrógeno puro, éste podía soportar 21 libras inmediatamente después de haber sido inflado el globo, antes de que el gas se estropeara o escapara. El peso total de la máquina y el aparato era de 17 libras, dejando un margen de unas cuatro libras. Por debajo del centro del globo había una armazón de madera liviana de unos nueve pies de largo, unida al globo por una red como las que se usan habitualmente para ese fin. La barquilla, de mimbre se hallaba suspendida del armazón.

"La hélice consistía en un eje hueco de bronce de 18 pulgadas de largo, en el cual, sobre una semiespiral inclinada en un ángulo de quince grados, pasaba una serie de radios de alambre de acero de dos pies de largo, que se proyectaban a un pie de distancia a cada lado. Dichos radios estaban unidos en sus puntos por dos bandas de alambre aplanado, constituyendo así el armazón de la hélice, la cual se completaba mediante un forro de seda impermeabilizada, cortada de manera de seguir la espiral y presentar una superficie suficientemente unida. La hélice se hallaba sostenida en los dos extremos de su eje por brazos de bronce, que descendían del armazón superior. Dichos brazos tenían orificios en la parte inferior, donde los pivotes del eje podían girar libremente. De la porción del eje más cercana a la barquilla salía un vástago de acero que conectaba la hélice con el engranaje de una máquina a resorte fijada en la barquilla. Haciendo funcionar este resorte o cuerda se lograba que la hélice girara a gran velocidad, comunicando un movimiento progresivo a la aeronave. Gracias a un timón se hacía tomar a ésta cualquier rumbo. El resorte era sumamente fuerte comparado con sus dimensiones y podía levantar 45 libras de peso sobre un rodillo de cuatro pulgadas de diámetro en la primera vuelta, aumentando gradualmente su poder a medida que adquiría velocidad. Pesaba en total ocho libras y seis onzas. El gobernalle consistía en un marco liviano de caña cubierto de seda, parecido a una raqueta; tenía tres pies de largo y un pie en su parte más ancha. Pesaba dos onzas. Podía colocárselo horizontalmente, haciéndolo subir y bajar, y moverlo a derecha e izquierda verticalmente, con lo cual permitía al aeronauta transferir la resistencia del aire determinada por su inclinación hacia cualquier lado y hacer que el globo se moviera en dirección opuesta.

"Este modelo (que por falta de tiempo hemos descrito imperfectamente) fue ensayado en la Adelaida Gallery, donde alcanzó una velocidad de cinco millas horarias. Aunque parezca extraño, provocó muy poco interés comparado con la anterior y complicada máquina del señor Henson; tan dispuesto se muestra el mundo a despreciar toda cosa que se presente llena de sencillez. Para llevar a cabo el gran desiderátum de la navegación aérea, se suponía en general que debería llegarse a la complicada aplicación de algún profundísimo principio de la dinámica.

"Empero, tan satisfecho se sentía el señor Mason del buen resultado de su invención, que resolvió construir inmediatamente, si era posible, un globo de capacidad suficiente para probar su eficacia en un viaje bastante extenso; la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha, como se había hecho anteriormente en el globo Nassau. A fin de llevar su proyecto a la práctica, solicitó y obtuvo el patronazgo del señor Everard Bringhurst y del señor Osborne, caballeros bien conocidos por su saber científico y el interés que demostraban por los progresos de la navegación aérea. A pedido del señor Osborne, el proyecto fue mantenido en el más riguroso secreto, y las únicas personas al tanto de la idea fueron aquellas que se ocuparon de la construcción de la máquina. Se construyó ésta bajo la dirección de los señores Mason, Holland, Bringhurst y Osborne, en la residencia de este último, cerca de Penstruthal, en Gales. El señor Henson, así como su amigo el señor Ainsworth, fueron admitidos a una exhibición privada del globo el sábado pasado, cuando ambos caballeros hacían sus preparativos para ser incluidos entre los pasajeros del globo. No se nos ha dado la razón por la cual estos caballeros se agregaron a la expedición, pero dentro de uno o dos días haremos conocer a nuestros lectores los menores detalles concernientes al extraordinario viaje.

"El globo es de seda, barnizado con goma o caucho líquido. De vastas dimensiones, contiene más de 40,000 pies cúbicos de gas. Dado que se utilizó gas de alumbrado en vez de hidrógeno, mucho más costoso, el poder sustentatorio de la aeronave, completamente inflada y poco después, no sobrepasa las 2500 libras. El gas de alumbrado no sólo resulta mucho más barato, sino que es fácilmente obtenible y manejable.

"Debemos al señor Charles Green el uso del gas de alumbrado para los fines de la aeronavegación. Hasta su descubrimiento, la inflación de los globos no sólo era sumamente cara, sino de incierto resultado. Con frecuencia se empleaban dos o tres días en fútiles tentativas para procurarse suficiente cantidad de hidrógeno para llenar un globo, del cual este gas tiene gran tendencia a escapar debido a su extremada tenuidad y a su afinidad con la atmósfera circundante. Un globo suficientemente impermeable como para conservar su contenido de gas de alumbrado durante seis meses, apenas alcanzará a mantener seis semanas una carga equivalente de hidrógeno.

"Habiéndose calculado la fuerza de sustentación en 2500 libras, y el peso de todos los viajeros en 1200, quedaba un excedente de 1300, de los cuales 1200 se integraron con lastre, preparado en sacos de diferente tamaño, cada uno con su peso marcado, cordajes, barómetros, telescopios, barriles con provisiones para una quincena, tanques de agua, abrigos, sacos de noche y otras cosas indispensables, incluido un calentador de café que funcionaba por medio de cal viva, evitando así por completo el uso del fuego, justamente considerado como muy peligroso. Todos estos artículos, salvo el lastre y unas pocas cosas, fueron suspendidos del armazón superior. La barquilla es proporcionalmente mucho más pequeña y liviana que la que se había colocado en el primer modelo en escala reducida. Se la construyó de mimbre liviano y extraordinariamente fuerte a pesar de su frágil aspecto. Tiene unos cuatro pies de profundidad. El gobernalle es mucho más grande que el del modelo, mientras la hélice es bastante más pequeña. El globo está provisto de un ancla con varios ganchos y una cuerdaguía. Esta última es de excepcional importancia y requiere algunas palabras explicativas para aquellos lectores que no se hallan al tanto de la misma.

"Tan pronto el globo se aleja de la tierra, queda sometido a diversas circunstancias que tienden a crear una diferencia en su peso, aumentando y disminuyendo su fuerza ascensional. Por ejemplo, en la seda puede depositarse el rocío, hasta pesar varios cientos de libras; preciso es entonces arrojar lastre, pues de lo contrario la aeronave descenderá. Arrojado el lastre, si el sol hace evaporar el rocío, dilatando al mismo tiempo el gas del globo, éste volverá a ascender. Para impedirlo, el único recurso posible (hasta que el señor Green inventó la cuerdaguía) consistía en dejar escapar un poco de gas por medio de una válvula. Pero la pérdida de gas supone una pérdida equivalente de poder ascensional, vale decir que después de un período relativamente breve el globo mejor construido agotará sus recursos y tendrá que descender. Esto constituía hasta entonces el gran obstáculo para los viajes largos.

"La cuerdaguía remedia esta dificultad de la manera más simple que imaginarse pueda. Consiste en una soga muy larga que cuelga de la barquilla, destinada a impedir que el globo varíe de altitud bajo ninguna circunstancia. Si, por ejemplo, se deposita humedad en la cubierta de seda y la aeronave empieza a descender, no será necesario arrojar lastre para compensar este aumento de peso, sino que bastará soltar la soga hasta que arrastre por el suelo todo lo necesario para establecer el equilibrio. Si, por el contrario, alguna otra circunstancia ocasionara un aligeramiento del globo y su consiguiente ascenso, se lo contrarresta recogiendo cierta cantidad de soga, cuyo peso se agrega entonces al del globo. En esta forma el aerostato sólo subirá y bajará muy poco, y su capacidad de gas y de lastre se mantendrá invariable. Cuando se vuela sobre una superficie líquida hay que emplear pequeños barriles de cobre o madera, llenos de una sustancia líquida más liviana que el agua. Dichos barriles flotan y cumplen la misma función que la soga en tierra firme. Otra función importante de esta última consiste en señalar la dirección del globo. Tanto en tierra como en mar, la cuerda arrastra sobre la superficie y, por tanto, el globo vuela siempre un poco adelantado con respecto a ella; basta, pues, establecer una relación entre ambos objetos por medio del compás para establecer el rumbo. Del mismo modo, el ángulo formado por la cuerda con el eje vertical del globo indica la velocidad de éste. Cuando no hay ningún ángulo, o, en otras palabras, cuando la cuerda cuelga verticalmente, el aparato se encuentra estacionario; cuanto más abierto sea el ángulo, es decir, cuanto más adelante se halle el globo con respecto al extremo de la cuerda, mayor será la velocidad, y viceversa.

"Como la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha y descender lo más cerca posible de París, los viajeros habían tenido la precaución de proveerse de pasaportes válidos para todos los países del continente, especificando la naturaleza de la expedición, como en el caso del viaje del Nassau, y facilitándoles la exención de las formalidades habituales de las aduanas; acontecimientos inesperados, empero, hicieron inútiles estos documentos.

"La inflación del globo empezó con la mayor reserva al amanecer del sábado 6 del corriente, en el gran patio de Wheal-Vor House, residencia del señor Osborne, a una milla de Penstruthal, Gales del Norte. A las once y siete minutos los preparativos quedaron terminados, y el globo se elevó suave pero seguramente en dirección al sur. Durante la primera media hora no se emplearon ni la hélice ni el gobernalle. Transcribimos ahora el diario de viaje, según lo recogió el señor Forsyth de los manuscritos de los señores Monck Mason y Ainsworth. El cuerpo principal del diario es de puño y letra del señor Mason, al cual se agrega una posdata diaria del señor Ainsworth, quien tiene en preparación y dará pronto a conocer una crónica tan detallada cuanto apasionante del viaje."

El diario

"Sábado 6 de abril.-Luego que todos los preparativos que podían resultar molestos quedaron terminados durante la noche, empezamos la inflación al alba; una espesa niebla que envolvía los pliegues de la seda y no nos permitía disponerla debidamente atrasó esta tarea hasta las once de la mañana. Desamarramos entonces llenos de optimismo y subimos suave pero continuamente, con un ligero viento del norte que nos llevó hacia el Canal de la Mancha. Notamos que la fuerza ascensional era mayor de lo que esperábamos; una vez que hubimos remontado sobrepasando la zona de los acantilados, los rayos solares influyeron para que nuestro ascenso se hiciera aún más rápido. No quise, sin embargo, perder gas en esta temprana etapa de nuestra aventura, y decidimos seguir subiendo. No tardamos en recoger nuestra cuerdaguía, pero, aun después que hubo dejado de tocar tierra, seguimos subiendo con notable rapidez. El globo se mostraba insólitamente estable y su aspecto era magnífico. Diez minutos después de salir, el barómetro indicaba 15,000 pies de altitud. Teníamos un tiempo excelente, y el panorama de las regiones circundantes, uno de los más románticos visto desde cualquier lado, era ahora particularmente sublime. Las numerosas y profundas hondonadas daban la impresión de lagos, a causa de los densos vapores que las llenaban, y los montes y picos del sudeste, amontonado en inextricable confusión, sólo admitían ser comparados con las gigantescas ciudades de las fábulas orientales.

"Nos acercábamos rápidamente a las montañas meridionales, pero estábamos lo bastante elevados como para franquearlas sin riesgo. Pocos minutos después las sobrevolamos magníficamente; tanto el señor Ainsworth como los dos marinos se sorprendieron de su aparente pequeñez vistas desde la barquilla, ya que la gran altitud de un globo tiende a reducir las desigualdades de la superficie de la tierra hasta dar la impresión de una continua llanura. A las once y media, derivando siempre hacia el sur, tuvimos nuestra primera visión del Canal de Bristol; quince minutos más tarde, los rompientes de la costa se hallaban debajo de nosotros, e iniciábamos el vuelo sobre el mar. Resolvimos entonces soltar suficiente gas como para que nuestra cuerdaguía, con las boyas atadas al extremo, tomara contacto con el agua. Se hizo así de inmediato e iniciamos un descenso gradual. Veinte minutos más tarde nuestra primera boya tocó el agua y, cuando la segunda estableció a su vez contacto, quedamos a una altura estacionaria. Todos estábamos ansiosos por probar la eficacia del gobernalle y de la hélice, y los hicimos funcionar inmediatamente a fin de acentuar el rumbo hacia el este, en dirección a París. Gracias al timón, no tardamos en desviamos en ese sentido, manteniendo el rumbo casi en ángulo recto con el del viento; luego hicimos funcionar el resorte de la hélice y nos regocijamos muchísimo al comprobar que nos impulsaba exactamente como queríamos. En vista de ello lanzamos nueve hurras de todo corazón y arrojamos al mar una botella conteniendo un pergamino donde se describía brevemente el principio de la invención.

"Apenas habíamos terminado de expresar nuestro contento, cuando un accidente inesperado nos descorazonó muchísimo. El vástago de acero que conectaba el resorte con la hélice se salió bruscamente de su lugar en la barquilla (a causa de un balanceo de la misma, ocasionado por algún movimiento de uno de los marinos que habíamos embarcado con nosotros), y quedó colgando lejos de nuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la hélice. Mientras tratábamos de recuperarlo, y nuestra atención se hallaba por completo absorbida en esto, nos tomó un fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza creciente rumbo al Atlántico. Pronto nos encontramos volando a un promedio que ciertamente no era inferior a 50 ó 60 millas por hora, tanto que llegamos a la altura de Cape Clear, situado a unas 40 millas al norte, antes de haber asegurado el vástago y tener una idea clara de lo que ocurría.

"Fue entonces cuando el señor Ainsworth formuló una propuesta extraordinaria, pero que en mi opinión no tenía nada de irrazonable o de quimérica, y que fue inmediatamente secundada por el señor Holland: quiero decir que aprovecháramos la fuerte brisa que nos impulsaba y, en lugar de retroceder rumbo a París, hiciéramos la tentativa de alcanzar la costa de Norteamérica, la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por los dos marinos. Pero, como estábamos en mayoría, dominamos sus temores y decidimos mantener resueltamente el rumbo. Seguimos, pues, hacia el oeste; pero como el arrastre de las boyas demoraba nuestro avance y teníamos perfecto dominio sobre el globo, tanto para subir como para bajar, empezamos por desprendernos de 50 libras de lastre y luego, por medio de un cabestrante, recogimos la cuerda hasta conseguir que no tocara la superficie del mar. Inmediatamente notamos el efecto de esta maniobra, pues aumentó nuestra velocidad y, como el viento acreciera, volamos con una rapidez casi inconcebible; la cuerdaguía flotaba detrás de la barquilla como un gallardete en un navío.

"De más está decir que nos bastó poquísimo tiempo para perder de vista la costa. Pasamos sobre cantidad de navíos de toda clase, algunos de los cuales trataban de navegar a la bolina, pero en su mayoría se mantenían a la capa. Provocamos el más extraordinario revuelo a bordo de todos ellos, revuelo del que gozamos grandemente, y muy especialmente nuestros dos marineros, que, bajo la influencia de un buen trago de ginebra, se habían resuelto a tirar por la borda escrúpulo y todo temor. Muchos de aquellos barcos nos dispararon salvas, y en todos ellos fuimos saludados con sonoros hurras (que oíamos con notable nitidez) y saludos con gorras y pañuelos. Continuamos en esta forma durante todo el día sin mayores incidentes, y cuando nos envolvieron las sombras de la noche, calculamos grosso modo la distancia recorrida, encontrando que no podía bajar de 500 millas, y probablemente las excedía por mucho. La hélice funcionaba continuamente y sin duda ayudaba en gran medida a nuestro avance. Cuando se puso el sol, el viento se convirtió en un verdadero huracán y el océano era perfectamente visible a causa de su fosforescencia. El viento sopló del este toda la noche, dándonos los mejores augurios de éxito. Sufrimos muchísimo a causa del frío, y la humedad atmosférica era harto desagradable; pero el amplio espacio en la barquilla nos permitía acostarnos, y con ayuda de nuestras capas y algunos colchones pudimos arreglarnos bastante bien.

"P.S. [por el señor Ainsworth].-Las últimas nueve horas han sido indiscutiblemente las más apasionantes de mi vida. Imposible imaginar nada más exaltante que el extraño peligro, que la novedad de una aventura como ésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo por la mera seguridad de mi insignificante persona, sino por el conocimiento de la humanidad y por la grandeza de semejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan practicable que me asombra que los hombres hayan vacilado hasta ahora en intentarla. Basta con que una galerna como la que ahora nos favorece arrastre un globo durante cuatro o cinco días (y estos huracanes suelen durar más) para que el viajero se vea fácilmente transportado de costa a costa. Con un viento semejante el vasto Atlántico se convierte en un mero lago.

"En este momento lo que más me impresiona es el supremo silencio que reina en el mar por debajo de nosotros, a pesar de su gran agitación. Las aguas no hacen oír su voz a los cielos. El inmenso océano llameante se retuerce y sufre su tortura sin quejarse. Las crestas montañosas sugieren la idea de innumerables demonios gigantescos y mudos, que luchan en una imponente agonía. En una noche como ésta, un hombre vive, vive un siglo entero de vida ordinaria; y no cambiaría yo esta arrebatadora delicia por todo ese siglo de vida común.

"Domingo 7 [por el señor Mason].-A las diez de la mañana la galerna amainó hasta convertirse en un viento de ocho o nueve nudos (con respecto a un barco en alta mar), llevándonos a una velocidad de unas 30 millas horarias. El viento ha girado considerablemente hacia el norte, y ahora, a la puesta del sol, mantenemos nuestro rumbo hacia el oeste gracias al gobernalle y a la hélice, que cumplen sus tareas de manera admirable. Considero que mi mecanismo ha tenido el mejor de los éxitos, y la navegación aérea hacia cualquier rumbo (y no a merced de los vientos) deja de ser un problema. Cierto es que no hubiéramos podido volar en contra del fuerte viento de ayer, pero, en cambio, ascendiendo, hubiésemos escapado a su influencia de haber sido ello necesario. Estoy convencido de que con ayuda de la hélice podríamos avanzar contra un viento bastante intenso. A mediodía alcanzamos una altura de 25,000 pies, luego de arrojar lastre. Buscábamos una corriente de aire más directa, pero no hallamos ninguna tan favorable como la que seguimos ahora. Tenemos abundante provisión de gas para cruzar este insignificante charco, aunque el viaje nos lleve tres semanas. El resultado final no me inspira el más mínimo temor. Las dificultades de la empresa han sido extrañamente exageradas y mal entendidas. Puedo elegir mi viento más favorable y, en caso de que todos los vientos fuesen contrarios, la hélice me permitiría seguir adelante. No ha habido ningún incidente digno de mención. La noche se anuncia muy serena.

"P.S. [por el señor Ainsworth].-Poco tengo que anotar, salvo que, para mi sorpresa, a una altura igual a la del Cotopaxi no he sentido ni mucho frío, ni dificultad respiratoria o jaqueca. Todos mis compañeros coinciden conmigo; tan sólo el señor Osborne se quejó de cierta opresión en los pulmones, pero pronto se le pasó. Hemos volado a gran velocidad durante el día y debemos hallarnos a más de la mitad del Atlántico. Pasamos sobre veinte o treinta navíos de diversos tipos, y todos ellos se mostraron jubilosamente asombrados. Cruzar el océano en globo no es, después de todo, una hazaña tan ardua. Omne ignotum pro magnifico. Detalle interesante: a 25,000 pies de altura el cielo parece casi negro y las estrellas se ven con toda claridad; en cuanto al mar, no aparece convexo, como podría suponerse, sino total y absolutamente cóncavo.

"Lunes 8 ([por el señor Mason].-Esta mañana volvimos a tener algunas dificultades con la varilla de la hélice, que deberá ser completamente modificada en el futuro, para evitar accidentes serios. Aludo al vástago de acero y no a las paletas, pues éstas son inmejorables. El viento sopló constante y fuertemente del norte durante todo el día, y hasta ahora la fortuna parece dispuesta a favorecemos. Poco antes de aclarar nos alarmaron algunos extraños ruidos y sacudidas en el globo, que, sin embargo, no tardaron en cesar. Aquellos fenómenos se debían a la dilatación del gas por el aumento del calor atmosférico, y la consiguiente ruptura de las menudas partículas de hielo que se habían formado durante la noche en toda la estructura de tela. Arrojamos varias botellas a los navíos que encontrábamos. Vimos que una de ellas era recogida por los tripulantes de un navío, probablemente uno de los paquebotes que hacen el servicio a Nueva York. Tratamos de leer su nombre, pero no estamos seguros de haberlo entendido. Con ayuda del catalejo del señor Osborne desciframos algo así como Atalanta. Ahora es medianoche y seguimos volando rápidamente hacia el oeste. El mar está muy fosforescente.

"P.S. [por el señor Ainsworth].-Son las dos de la madrugada y el tiempo sigue muy sereno; resulta difícil saberlo exactamente, pues el globo se mueve junto con el viento. No he dormido desde que salimos de Wheal-Vor, pero me es imposible seguir resistiendo y trataré de descansar un rato. Ya no podemos estar lejos de la costa norteamericana.

"Martes 9 [por el señor Ainsworth].-A la una p.m. Estamos a la vista de la costa baja de Carolina del Sur. El gran problema ha quedado resuelto. ¡Hemos cruzado el Atlántico... cómoda y fácilmente, en globo! ¡Alabado sea Dios! ¿Quién dirá desde hoy que hay algo imposible?"


Así termina el diario de navegación. El señor Ainsworth, empero, agregó algunos detalles en su conversación con el señor Forsyth. El tiempo estaba absolutamente calmo cuando los viajeros avistaron la costa, que fue inmediatamente reconocida por los dos marinos y por el señor Osbome. Como este último tenía amigos en el fuerte Moultrie, se resolvió descender en las inmediaciones. Se hizo llegar el globo hasta la altura de la playa (pues había marea baja, y la arena tan lisa como dura se adaptaba admirablemente para un descenso) y se soltó el ancla, que no tardó en quedar firmemente enganchada. Como es natural, los habitantes de la isla y los del fuerte se precipitaron para contemplar el globo, pero costó muchísimo trabajo convencerlos de que los viajeros venían... del otro lado del Atlántico. El ancla se hincó en tierra exactamente a las dos p.m., y el viaje quedó completado en 75 horas, o quizá menos, contando de costa a costa. No ocurrió ningún accidente serio durante la travesía, ni se corrió peligro alguno. El globo fue desinflado sin dificultades. En momentos en que la crónica de la cual extraemos esta narración era despachada desde Charleston, los viajeros se hallaban todavía en el fuerte Moultrie. No se sabe cuáles son sus intenciones futuras, pero prometemos a nuestros lectores nuevas informaciones, ya sea el lunes o, a más tardar, el martes.

Estamos en presencia de la empresa más extraordinaria, interesante y trascendental jamás cumplida o intentada por el hombre. Vano sería tratar de deducir en este momento las magníficas consecuencias que de ella pueden derivarse.

jueves, 26 de abril de 2007

En estos momentos...



La otra parte de mi alma(la luminosa), me ha mostrado este video, y he de reconocer que me ha llegado al alma, pues, que le dedico esta entrada a esa peduga y que sepa que la hecho de menos de vez en cuando...pero que no se emocione, que es de mucho en mucho ;P

El corazón delator

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

miércoles, 25 de abril de 2007

El Google Earth sirve para tantas cosas...

Filosofía de vida (2)

"Las Matemáticas no son más que la hermana lesbiana de la biología"

- Peter Griffin

martes, 24 de abril de 2007

Filosofía de vida...

Es la hora de dejar de venerar viejas leyendas...¡Salgamos a beber y creemos nuestras propias leyendas!


-Kakita Munch-

lunes, 23 de abril de 2007

domingo, 22 de abril de 2007

Report del Sábado

Lo primero es una maravillosa descripción de lugar del botellon no? Esto son las vistas:

Mirando hacia abajo

El lugar del encuentro, la mochila contiene el kit de supervivencia...

Oh my God! Se ve el techo del Corte Inglés de los cañones xDD

La cosa sucedió asi: Me encontraba yo en mi casa a las 3 de la tarde, y hoy se supone que ibamos a hacer un botellon en casa de un amigo, empezé a llamar a gente mientras que iba en dirrección a freakland ya que teniamos torneo, bueno la cuestión es que me quede 4 de 6 personas, pero eso es lo mismo xD, solamente 4 personas nos encaminamos con una botella de Endrinas, narajada y SIN HIELOS, a un botellon un tanto intimo, que en verdad esperaba algo más de gente, pero mas vale pocos y bien encaminados no?
Más o menos salimos de casa del muñon a las 12:00 y los encaminé hacía el Rollo, más concretamente el Desastre, en verdad era el uúnico que habia bebido y que no se tajo en la azotea, bebiendo migual o inluso más que otros u otras...
Ya en el Desastre me pido mi pacharan con naranja, y observo mi entorno, cosa que tarde dos segundos en fijarme en casi todas las mujeres del bar, con u situación, posibilidades, compañia, etc...mientras que Silvia tardo un minuto entero xD, mujeres, como se nota la falta de costumbre...
Sobre la 1 de la madrugada me llevo mi primera sorpresa, el Muñon se me pira a casa, no tiene mas aguante, que vergüenza debio de pasar, la primera vez que le veo irse tan pronto...¡¡No pasa nada tio, algún dia seras un hombre de verdad!! xD
Buno, el otro par de dos se quedaban hasta las dos, asi que no tardarñian mucho en irse, en cosa de 10 minutos, pase de estar con dos personas a estar con 20 de fiesta, eso si, todos conocidos, no pegamos un rato en la calle con nuestros litros, entramos en el Desastre, me pegué unos bailes con un par de señoritas, que nunca olvidaré, nos quedamos los 3 solos, el resto se iba al casco a las 2:30, nos fuimos al Extra, al Ozono, al Amuleto, y segui bailando, a eso de las 3:30 o 4:00 se iban a casa, por lo que me tocó acompañar a una de ellas al buho de Independencia y de paso yo también me iba a casa... De hecho acmpañe a la primera novia que tuve en mi corta vida, Marta un saludo! xD...
Bueno, como veiamos que independencia estaba cortada nos bajamos hasta la plaza España, y alli nos dimos los dos besos de rigor y cada uno se fue por su lado a cojer el bus, bendita mi "mala suerte", que me encontre con unos amigo que se iban para el casco, y yo como no podía ser menos, me fui de fiesta con ellos, no me digais si existen fotos, si bebi algo que no fuera pacharan, porque a partir del segundo bar al que entramos, no me acuerdo de nada, sufro una pequeña laguna en ese momento de la noche...
Mi siguiente recuerdo es cojer el bus al salir de la casa del loco, entrar en casa, desayunar y estar escribiendo estas lineas xD... Espero que las hallais disfrutado como yo la noche de ayer...Me voy a tumbar un rato...

sábado, 21 de abril de 2007

We living in Amerika, Amerikaaaa

Consejos para formar hijos delincuentes

La Dirección General de la Policía de Seattle (Washington) ha confeccionado un informe que entrega a los padres cuando los hijos son llevados a la comisaría por haber hecho algo incorrecto. También lo han entregado a los colegios para que lo difundan entre las familias.

Este informe pretende llamar la atención de los padres sobre su enorme responsabilidad y sobre la tremenda influencia que con sus malos ejemplos y una errónea formación pueden ejercer sobre sus hijos.
He aquí los diez puntos del informe:

1. Dadle todo cuanto desee: así crecerá convencido de que el mundo entero le debe todo.
2. Reídle todas sus groserías, tonterías y salidas de tono: así crecerá convencido de que es muy gracioso y no entenderá cuando en el colegio le llamen la atención por los mismos hechos.
3. No le déis ninguna formación espiritual: ¡ ya la escogerá él cuando sea mayor!
4. Nunca le digáis que lo que hace está mal: podría adquirir complejos de culpabilidad y vivir frustrado; primero creerá que le tienen manía y más tarde se convencerá de que la culpa es de la sociedad.
5. Recoged todo lo que vaya dejando tirado: así crecerá pensando que todo el mundo está a su servicio; su madre la primera.
6. Dejadle ver y leer todo: limpiad con detergente, que desinfecta, la vajilla en la que come, pero dejad que su espíritu se recree con cualquier porquería. Pronto dejará de tener criterio recto.
7. Padre y madre discutid delante de él: así se irá acostumbrando, y cuando la familia esté ya destrozada lo encontrará de lo más normal, no se dará ni cuenta.
8. Dadle todo el dinero que quiera: así crecerá pensando que para disponer de dinero no hace falta trabajar, basta con pedir.
9. Que todos sus deseos estén satisfechos al instante: comer, beber, divertirse,…¡de otro modo podría acabar siendo un frustrado!
10. Dadle siempre la razón: son los profesores, la gente, las leyes… quiénes la tienen tomada con él.

El informe de la policía de Seattle, dirigido a las padres, termina diciendo: “Y cuando su hijo sea ya un delincuente, proclamad que nunca pudisteis hacer nada por él”.

Educar no es jugar, ni entretener (para eso basta un payaso). Educar es adquirir destrezas, acumular conocimientos, despertar inquietudes activas y aprender formas de convivencia que eviten el capricho del mal criado.

Cuando un niño comete un acto de indisciplina en el colegio, donde no conoce a fondo al profesor, es que en su casa está harto de hacer lo mismo pero allí le sonríen.
No es lo mismo inserción que reinserción y para reformar están los reformatorios, no los colegios. Cuando un alumno, con su actitud en clase, priva a otro de su derecho a la educación, está cometiendo un delito. Y hemos de “hacer algo” para proteger a los, muchos alumnos, que lo hacen bien.
Algunos padres piensan que querer a sus hijos es defenderlos frente a los jueces, la sociedad y los profesores “que les tienen manía”.
La realidad es que la cultura de los alumnos ha bajado hasta niveles alarmantes. Son poco trabajadores, tienen más información, pero menos formación; son más incultos, lo que inevitablemente los hace más inmaduros. Si los alumnos son más apáticos que nunca es debido a una educación equivocada. Muchos padres argumentan que los hijos lo tienen todo y por eso no valoran el esfuerzo que cuestan todas las cosas que valen la pena. Aunque la palabra NO todavía no ha desaparecido del vocabulario.

viernes, 20 de abril de 2007

Cosas que te puedes encontrar en el Inframundo...


Pluriempleados, Poder divino y Poder diabolico dos en uno...


El alimento universal...eso si, falta el pan...


Grupo de hombres inquietantes...


Engendros de diverso tipo...Horripilante


Un hombre aparentemente enfadado...¿Qué hará aqui?


Torretaaaaa, Torreta Demoniatis!!!

Tu también puedes timar al gobierno!


Con el nuevo plan del gobierno de aydar a los jovenes trabajadores en el alquiler de su piso,¡tu también podrás timar al gobierno! Con este plan, aunque cobres el sueldo minimo el gobierno te pagará la diferencia del alquiler, es decir, yo cobro 900 euros al mes, y mi alquiler cuesta 10.000 euros, ZP me dará la diferencia! Haz que un amigo te alquile su habitación a unos 8 millones de euros,¡y tu haz lo mismo con él!.
En tres meses estareis jubilados los dos gracias a este gran proyecto del gobierno.
¡¡Además podras alquilar todo el tiempo que quieras la Mansión de Playboy!! Es el sueño de todo tio, y lo mejor de todo es que el gobierno te seguirá ofreciendo su ayuda! xD

jueves, 19 de abril de 2007

martes, 17 de abril de 2007

Decisiones...


Y cierto es, en esta vida todo son decisiones, o lecciones, desde las más cotidianas y mundanas, como que comer, que ropa me pongo, etc...Hasta las que no lo son tanto, como elegir una carrera, dejar los estudios, comprarse un coche...
Todo esto acarrea una serie de consecuencias, ya sean buenas o malas, este es un tema un tanto peliagudo, ya que tenemos numerosas variables que nos dificultan su explicación.
Pero al efectuar una pequeña reflexión, me doy cuenta de uq aunque lo miremos de una forma u otra, si no tomaramos esta serie de decisiones que nos provocan placer, bienestar, estres o nerviosismo, no seríamos nosotros mismos, y al menos lo que me parece a mi importante en esta vida es la felicidad y la calidad de vida, y me parece que para las dos cosas es necesarío haber tomado muchas decisiones y haber sufrido mucho antes...
Pues eso es la felicidad es su estado puro, el sufrimiento y su recompensa, ¿o acaso no nos sabe mejor un triunfo que nos hemos currado, que lo hemos luchado, a otro que practicamente se nos ha regalado? La verdad es que por naturaleza como bien dijo Maquiavelo somos malos, pero también sufridores, asi que ¿no esta justificado por esto el hacer daño a los demás?, no amigo mio no, una cosa es el sufrimiento por nuestra culpa, donde ninguna otra persona tiene cargo de conciencia salvo nosotros mismos, es el afan de superación lo que en realidad es el triunfo y lo que nos hace sentirnos tan vivos por dentro,he hay el misyterio de la felicidad para mi, cada dia que pasa, espero ser mejor persona, y por lo tanto más feliz conmigo mismo.

lunes, 16 de abril de 2007

Venga, venga, LARGATE!

Descenso al Maelstrón

Los caminos de Dios en la naturaleza y en la providencia no son como nuestros caminos; y nuestras obras no pueden compararse en modo alguno con la vastedad, la profundidad y la inescrutabilidad de Sus obras, que contienen en sí mismas una profundidad mayor que la del pozo de Demócrito.
-Joseph Glanvill-


Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado. Durante algunos minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.

-Hasta no hace mucho tiempo -dijo, por fin- podría haberlo guiado en este ascenso tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que jamás le ha ocurrido a otro mortal... o, por lo menos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las seis horas de terror mortal que soporté me han destrozado el cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un día para que estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sin sentir vértigo?

El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a descansar con tanta negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba de una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando un precipicio de negra roca reluciente, de mil quinientos o mil seiscientos pies, sobre la multitud de despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad, tanto me impresionó la peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo era, me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar hacia el cielo, mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los vientos amenazaba sacudir los cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje suficiente para sentarme y mirar a la distancia.

-Debe usted curarse de esas fantasías -dijo el guía-, ya que lo he traído para que tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes... y para contarle toda la historia con su escenario presente.

“Nos hallamos -agregó, con la manera minuciosa que lo distinguía-, nos hallamos muy cerca de la costa de Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la Nebulosa. Enderécese usted un poco... sujetándose a matas si se siente mareado... ¡Así! Mire ahora, más allá de la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el mar.”

Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas.

En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba un aspecto completamente fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos, en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista; no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.

-La isla más alejada -continuó el anciano- es la que los noruegos llaman Vurrgh. La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Ambaaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá -entre Moskoe y Vurrgh- están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de estos sitios; pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo sé, y supongo que usted tampoco... ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?

Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una pradera norteamericana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se estaba transformando rápidamente en una corriente orientada hacía el este. Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada instante su rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética -encrespándose, hirviendo, silbando- y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en un precipicio.

En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en escena. La superficie del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron el movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad clara y definida, formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla. El borde del remolino estaba representado por una ancha faja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente, con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en su tremenda caída.

La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las rocas. Me dejé caer boca abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el paroxismo de mi agitación nerviosa. Por fin, pude decir a mi compañero:

-¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del Maelstrón!

-Así suelen llamarlo -repuso el viejo-. Nosotros los noruegos le llamamos el Moskoe-ström, a causa de la isla Moskoe.

Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían preparado en absoluto para lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede dar la menor noción de la magnificencia o el horror de aquella escena, ni tampoco la perturbadora sensación de novedad que confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo situado el escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen, ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen, sin embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente débiles para comunicar una impresión de aquel espectáculo:

«Entre Lofoden y Moskoe -dice-, la profundidad del agua varía entre treinta y seis y cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la profundidad disminuye al punto de no permitir el paso de un navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa posible aun en plena bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden y Moskoe con turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas cataratas. El sonido se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son de tal tamaño y profundidad que si un navío es atraído por ellos se ve tragado irremisiblemente y arrastrado a la profundidad, donde se hace pedazos contra las rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asoman a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los momentos del cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes de que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta y una tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de una milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa precaución contra su fuerza atractiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las ballenas se aproximan demasiado a la corriente y son dominadas por su violencia; imposible resulta entonces describir sus clamores y mugidos mientras luchan inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad, mientras rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades de troncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente, vuelven a la superficie rotos y retorcidos a un punto tal que no pasan de ser un montón de astillas. Esto muestra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas contra las cuales son arrastrados y frotados los troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo marino, que se suceden constantemente cada seis horas. En el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, la furia de la corriente fue tan espantosa que las piedras de las casas de la costa se desplomaban.»

Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada en la vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas» tienen que referirse, indudablemente, a las porciones del canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del remolino desde la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el honrado Jonas Ramus consigna -como algo difícil de creer- las anécdotas sobre ballenas y osos, cuando resulta evidente que los más grandes buques actuales, sometidos a la influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al huracán y desaparecerían instantáneamente.

Las tentativas de explicar el fenómeno -que, en parte, según recuerda, me habían parecido suficientemente plausibles a la lectura- presentaban ahora un carácter muy distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía en que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños situados entre las islas Ferroe, «no tiene otra causa que la colisión de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así, cuanto más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente conocido por experimentos hechos en menor escala». Tales son los términos con que se expresa la Encyclopedia Britannica. Kircher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelstrón hay un abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una de las hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnial). Esta opinión, bastante gratuita en sí misma, fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto a la hipótesis precedente, confesó su incapacidad para comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque sobre el papel pareciera concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso absurda frente al tronar de aquel abismo.

-Ya ha podido ver muy bien el remolino -dijo el anciano-, y si nos colocamos ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el Moskoe-ström.

Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:

-Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar durante las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí se puede pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos. Pero los sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las rocas no sólo ofrecen la variedad más grande, sino una abundancia mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos en un solo día lo que otros más tímidos conseguían apenas en una semana. La verdad es que hacíamos de esto un lance temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la vida, y sustituyendo capital por coraje.

«Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas al norte de esta costa, y cuando el tiempo estaba bueno, acostumbrábamos aprovechar los quince minutos de tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal de Moskoe-ström, mucho más arriba del remolino, y anclar luego en cualquier parte cerca de Otterham o Sandflesen, donde las mareas no son tan violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevo intervalo de calma, en que poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás iniciábamos una expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida como para el retorno -un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la vuelta-, y era raro que nuestros cálculos erraran. Dos veces, en seis años, nos vimos precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana donde estábamos, muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro arribo, y que embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos que arrastrara), si no hubiera sido que terminamos entrando en una de esas innumerables corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.

»No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que encontrábamos en nuestro campo de pesca -que es mal sitio para navegar aun con buen tiempo-, pero siempre nos arreglamos para burlar el desafío del Moskoe-ström sin accidentes, aunque muchas veces tuve el corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en un minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que pudiéramos gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero, aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, no nos sentíamos con ánimo de exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible, ésa es la pura verdad.

»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de julio de 18..., día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó uno de los huracanes más terribles que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido prever lo que iba a pasar.

»Los tres –mis dos hermanos y yo- cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las siete -por mi reloj- levamos anclas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que según sabíamos iba a producirse a las ocho.

»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero, de pronto, sentimos que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos había ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber exactamente por qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban avanzar, e iba a proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado anclados cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez.

»Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de amainar por completo y estábamos en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró bastante como para darnos tiempo a reflexionar. En menos de un minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de dos el cielo quedó cubierto por completo; con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.

»Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más viejos marinos de Noruega jamás conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de que el viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen aserrado..., y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se había atado para mayor seguridad.

»Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás flotó en el agua. El queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar picado. De no haber sido por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues durante un momento quedamos sumergidos por completo. Cómo escapó a la muerte mi hermano mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la oportunidad de averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos aferrando una armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo a obrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es que estaba demasiado aturdido para pensar.

»Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos completamente inundados, mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude resistir más, me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza. Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir del agua, y con eso se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los sentidos para decidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me aferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo había arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja, mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!

»Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí de la cabeza a los pies, como si sufriera un violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que mi hermano me estaba diciendo con esa simple palabra y lo que quería darme a entender: Con el viento que nos arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström... ¡y nada podía salvarnos!

»Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos siempre mucho más arriba del remolino, incluso con tiempo bonancible, y debíamos esperar y observar cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora estábamos navegando directamente hacia el vórtice, envueltos en el más terrible huracán. 'Probablemente -pensé- llegaremos allí en un momento de la calma... y eso nos da una esperanza.' Pero, un segundo después, me maldije por ser tan loco como para pensar en esperanza alguna. Sabía muy bien que estábamos condenados y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en un navío cien veces más grande.

»A esta altura la primera furia de la tempestad se había agotado, o quizá no la sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella. Pero el mar, que el viento había mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora en gigantescas montañas. Un extraño cambio se había producido en el cielo. Alrededor de nosotros, y en todas direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente un círculo de cielo despejado -tan despejado como jamás he vuelto a ver-, brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos rodeaba, con la más grande claridad; pero... ¡Dios mío, qué escena nos mostraba!

»Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por razones que no pude comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle entender una sola palabra, pese a que gritaba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza, mortalmente pálido, y levantó un dedo como para decirme: '¡Escucha!'

»Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un horrible pensamiento cruzó por mi mente. Extraje mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las siete! ¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del Ström estaba en plena furia!

»Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva mucha carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar por debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en lenguaje marino.

»Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella... arriba... más arriba... como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una zambullida que me produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojeada alrededor, y lo que vi fue más que suficiente. En un instante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un espasmo.

»Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a babor y se precipitó en su nueva dirección como una centella. A1 mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente apagado por algo así como un estridente alarido... un sonido que podría usted imaginar formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino, y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad con la cual nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilando entre nosotros y el horizonte.

»Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios.

»Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad: Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y con frecuencia he pensado que la rotación del barco alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.

»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como usted mismo ha visto, el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al que veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si nunca le ha tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias... así como los criminales condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades que se les negaban antes de que se pronunciara la sentencia.

»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca, lo que nos acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla, y que era la única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado al mar. Cuando ya nos acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no era bastante grande para proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a popa, donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en círculo con bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del remolino. Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios y pensé que todo había terminado.

»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de caída había cesado y el movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje y otra vez miré lo que me rodeaba.

»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar aquella escena. El queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a mitad de camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes, perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna, que, en el centro de aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido antes, se derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían en las remotas profundidades del abismo.

»Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión. Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme un tanto, mis ojos miraron instintivamente hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección, dada la forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era mucho más difícil mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que se debía a la velocidad con que girábamos.

»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del profundo abismo, pero aún así no pude ver nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla que lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un magnífico arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que, según los musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se producía sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo cuando se encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.

»Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de espumas de la parte superior, nos había hecho descender a gran distancia por la pendiente; sin embargo, la continuación del descenso no guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos cuantos centenares de yardas, mientras otras nos hacían completar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro descenso resultaba perceptible.

»Mirando en torno a la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual éramos así llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos que flotaban cerca de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del delirio, porque hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus respectivas velocidades en el descenso hacia la espuma del fondo. 'Ese abeto -me oí decir en un momento dado- será el que ahora se precipite hacia abajo y desaparezca'; y un momento después me quedé decepcionado al ver que los restos de un navío mercante holandés se le adelantaban y caían antes. Al final, después de haber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas, ocurrió que el hecho mismo de equivocarme invariablemente me indujo a una nueva reflexión, y entonces me eché a temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mi corazón.

»No era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una nueva y emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones que acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de restos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que habían sido tragados y devueltos luego por el Moskoe-ström. La gran mayoría de estos restos aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como frotados, desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y esquirlas. Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos no estaban desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia, salvo que supusiera que los objetos destrozados eran los que habían sido completamente absorbidos, mientras que los otros habían penetrado en el remolino en un período más adelantado de la marea, o bien, por alguna razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera el momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restos hubieran sido devueltos otra vez al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían penetrado antes en el remolino o habían sido tragados más rápidamente.

»Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera fue que, por regla general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente. La segunda, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de cualquier forma, la mayor velocidad de descenso correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de ellas cilíndrica y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud. Desde que escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un viejo preceptor del distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras `cilindro' y `esfera'. Me explicó -aunque me he olvidado de la explicación- que lo que yo había observado entonces era la consecuencia natural de las formas de los objetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión y era arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquier otro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su forma1.

»Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a reformar estas observaciones y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra barca sobrepasábamos algún objeto, como serían un barril, una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos restos, que al abrir yo por primera vez los ojos para contemplar la maravilla del remolino se encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y daban la impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.

»No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril del cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la atención de mi hermano mediante signos, mostrándole los barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice todo lo que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a hacer. Me pareció que al fin entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza con desesperación, negándose a abandonar su asidero en la armella. Me era imposible llegar hasta él y la situación no admitía pérdida de tiempo. Así fue como, lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo de vacilación.

»El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le estoy haciendo este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde que hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad, girar terriblemente tres o cuatro veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el caos de espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido hermano. El barril al cual me había atado descendió apenas algo más de la mitad de la distancia entre el fondo del remolino y el lugar desde donde me había tirado al agua, y entonces empezó a producirse un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados del enorme embudo se fue haciendo menos y menos escarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyeron gradualmente su violencia. Poco a poco fue desapareciendo la espuma y el arco iris, y pareció como si el fondo del abismo empezara a levantarse suavemente. El cielo estaba despejado, no había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en la superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había estado el remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado violentamente al canal del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona de los pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga, y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar a causa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeros cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero que retornaba del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la víspera, estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la expresión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia... y no me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin mayor esperanza de que le dé más crédito del que le concedieron los alegres pescadores de Lofoden.»

domingo, 15 de abril de 2007

El Gato Negro

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

Edgar Allan Poe